En febrero de 2021 Colombia aún vivía una pandemia que, cinco meses después, no ha hecho sino crecer en contagios y muertes. Desde ese entonces, hasta junio en que presentamos este experimento, varios hechos significativos han cambiado el rumbo de nuestra historia como editores y lectores. El más prominente, por supuesto, fue la insurrección popular que protagonizaron millones de jóvenes en Colombia, cercados por la pobreza y la falta de oportunidades reales para su futuro. La solidaridad de miles de otros jóvenes, como los que aquí escriben e hicieron parte del curso Lógicas del Texto I, dentro de la Maestría en Estudios Editoriales del Instituto Caro y Cuervo, hizo que todo lo que veníamos discutiendo cobrara un sentido de urgencia y nos obligara a pensar qué quiere decir eso de editar en un mundo de demasiados libros y problemas.
Con preguntas acuciosas y a través de exposiciones cada ocho días, los verdaderos maestros de este curso fueron los estudiantes que leyeron y prepararon exposiciones que discutíamos en sesiones coordinadas por mí. La verdad es que mi intención, al estar atravesando en mi propia familia la crisis de imaginación que tuvo la educación virtual, fue revertir los protagonismos: si un grupo de estudiantes tenía que permanecer en la sombra de las pantallas para que un profesor hablara durante horas, el fracaso estaba garantizado, como lo comprobé con mi propia hija de once años que, desde marzo de 2020, ha estado sumergida en la peor de las rutinas posibles: ocho horas ante la pantalla escuchando a alguien que intenta transmitir algo, sin demasiados retos ni diálogo. El resultado, por supuesto, ha sido la construcción de otros conocimientos paralelos que pasan más por la comunicación con sus amigos a través de chats, el descubrimiento de un universo que hasta entonces le estaba vedado por tiempos tan prolongados y las dudas sobre la función de la educación en su propia vida.