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Sello editorial del Instituto Caro y Cuervo

Antecedentes

En su más de medio siglo de existencia, la Imprenta Patriótica ha dado a la luz incontables títulos referentes a los diversos campos de interés del Instituto Caro y Cuervo. Independientemente de su valor intelectual, científico o académico, estas publicaciones se han caracterizado por una impecable factura en la que han confluido rigor y primor, sobriedad y estética, ciencia y arte. Gracias a la pericia y a la disciplina de quienes trabajan en ella, su funcionamiento es comparable al de un mecanismo de relojería que a estas alturas ni siquiera necesita que se le dé cuerda.

Infortunadamente, para los tiempos que corren, su sistema de producción no resulta «competitivo» ―hablando, desde luego, en términos estrictamente económicos―. Pese a esto, su potencial como herramienta de propagación de cultura es innegable. La pregunta es, entonces, esta: ¿cómo contextualizarla en el mundo editorial del siglo XXI para que, sin sacrificar su lealtad al entrañable mester de la tipografía, encuentre su lugar en un ámbito donde hoy prevalecen valores fundamentalmente comerciales y materialistas?

Tres particularidades de su funcionamiento que conviene resaltar a este propósito son las siguientes:

Salvo en las coediciones resultantes de convenios interinstitucionales ―como ha sido el caso, sobre todo, de algunas revistas universitarias―, la Imprenta Patriótica siempre ha trabajado exclusivamente para la institución.

En ella siempre se han efectuado inextricablemente concatenadas todas las fases de la secuencia editorial ―ejecutándose simultáneamente, por lo general, varios procedimientos―, desde la revisión de los originales hasta el empaste de los libros y revistas.

Su participación en la toma de decisiones acerca de lo que se publica siempre ha sido nula; es decir, su papel ha sido simplemente el de una especie de «máquina» que por un extremo recibe manuscritos y por el otro arroja libros terminados. Estas características, desde luego, obedecen a los imperativos que signaron su creación, en un momento completamente distinto al actual, cuando nada impedía que entre sus fundadores ―de espíritu marcadamente conservador, a nuestro modo de ver― privara la concepción de que el Instituto sería, a perpetuidad, una entidad aislada, excepcional, autosuficiente e intocable por haber alcanzado el non plus ultra de la sabiduría. Por supuesto, nadie habría podido prever entonces la revolución que, en todos los órdenes de la vida, se avecinaba y que barrería con los cimientos ideológicos sobre los que se asentaban, entre otros elementos, el esquema jerárquico piramidal y las pretensiones autárquicas de la institución.

No obstante, el prestigio que esta alcanzó a conquistar ―más que todo en el exterior― y el impulso que logró adquirir merced a sus indiscutibles ejecutorias investigativas, docentes y editoriales le han permitido sobrevivir hasta el presente ―eso sí, cada vez con mayor dificultad― dentro de la atmósfera, irrespirable para un organismo de su índole, del neoliberalismo, la modernización del Estado, la globalización, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, etc. Lógicamente, en estas vicisitudes al Instituto lo ha acompañado la Imprenta, que, pese a la ausencia de cualquier innovación tecnológica en sus talleres ―y con sus virtudes de antaño convertidas hoy en los implacables agentes de su detrimento―, ha seguido fabricando libros con la tozudez de un enfermo terminal empeñado en no morirse.